Desde hace unos años, para mí, dormir es soñar. Estoy hablando de hacerlo en grande. A veces, puedo recordar cuatro o cinco sueños por noche. Alguien me dijo alguna vez que si hubiese nacido en la Viena en el siglo XX y me hubiese atendido con el doctor Freud, sería su pesadilla. Porque está claro: dormir –soñar– es plagarse de significados. Y no todos los sueños ni los dormires son lindos, ni agradables. Algunos están ahí para hacer de nosotros una existencia angustiante. Se trata, sin duda, de un lugar incómodo, que nos interpela.
Escuché, una vez, que hay evidencias científicas para creer que al dormir crecemos y nos curamos. Siempre me gustó esa idea, tal vez, pienso ahora, porque soñar tiene los mismos atributos. Quizás por eso nunca entendí a los piensan que en dormir hay una pérdida de tiempo. Podrán perderse otras cosas, pero jamás tiempo.
Cuando duermo florecen y marchitan muchas cosas: nombres, imágenes, personas, lugares, elementos, sorpresas, reiteraciones, cuerpos, fotos… En algunos de mis sueños también hay rock, pueden ser canciones o personajes o deseos. Porque el rock es eso: un deseo. Los sueños, también.
Con G., por ejemplo, me pasaba algo particular. Cada vez que soñaba con él o con alguno de sus compañeros de banda, no importa qué tipo de sueño fuera, algo pasaba al día siguiente: un mail, un llamado, una aparición aquí o allá o la muerte de su padre (lo soñé la noche en que murió su padre). La noche de su accidente, en cambio, no lo soñé, pero me desperté con la noticia.
Una vez escribí que en mis sueños soy la princesa del insomnio, la equilibrista desmesurada, una lágrima que nunca deja de caer. Quizás haya algo de cierto en todo eso, pero también en lo contrario, que en los sueños, en el dormir, hay una desmesura equilibrada o no y una sonrisa que nunca deja de surgir.

(Autoretrato)